UN HOMBRE INÚTIL
Encerrado
en una pieza, con la puerta asegurada con llave por los
parientes, quienes no querían que entrase en el convento,
con una improvisada cuerda formada con sábanas anudadas,
Gerardo Mayella se bajó por la ventana a la calle y siguió a
los padres Redentoristas, quienes dejaban la ciudad de Muro
Lucano. Al alcanzarlos, les suplicó, insistente y
acongojadamente, lo aceptasen. Los misioneros no habían
querido recibirlo en el Instituto por débil y enfermizo. Los
capuchinos tampoco quisieron recibirlo, y por el mismo
motivo.
Guiados en la gira misional
por el P. Cáfaro, también esta vez los Redentoristas le
contestaron negativamente. Pero él insistió y los acompañó
hasta Rionero del Volture donde predicaron la misión.
Gerardo, con tal de quedarse con ellos, comía lo que sobraba
de los padres; dormía en tierra y despachaba cuidadosamente
los servicios encomendados. Admirado por su insistencia, el
P. Cáfaro accedió y decidió observar la resistencia del
joven en los trabajos pesados, por lo cual se lo encargó al
superior de la casa de Deliceto. Y la carta de presentación
que le envió desarmaba a cualquiera, decía: "Te envío a un
hombre inútil".
Todo esto sucedió en los
primeros meses de 1749. Gerardo tenía 23 años, había nacido
el 23 de abril de 1726, en Muro Lucano, del sastre Domingo y
de Benedicta Cristina Galela.
UN TRABAJADOR INCANSABLE
En
Deliceto, el joven, agradecido a Dios, trabajaba
infatigablemente en el cuidado del jardín, en la limpieza de
la caballeriza, atendiendo a las múltiples necesidades de la
casa y en el trabajo de sacristán. En octubre de 1749 fue
nombrado rector de la casa de Deliceto justamente el propio
P. Cáfaro, quien había tildado a Gerardo de inútil por
juzgarlo incapaz para trabajos pesados. El P. Cáfaro se
retractó enseguida de su apurado juicio, y encontró al joven
candidato a la vida religiosa incansable en el trabajo,
hombre de oración, ejemplar en la observancia, heroico en
toda virtud, especialmente en la caridad hacia los
cohermanos.
Acabado el trabajo que le
tocaba por deber u oficio, Gerardo se acercaba a algún
cohermano todavía atareado y le decía: "Deja que termine yo,
soy más joven". Un día de viaje vio a una anciana que subía
llevando en la cabeza su colada por la roca de Santa Águeda
de Pullas, Gerardo cargando con el peso, entre la burla de
los presentes, llegó hasta el pueblo.
En otra oportunidad se
encontró con un pobre que caminaba descalzo por el pedregal
de la calle: Gerardo le pasó medias y zapatos, y volvió a
casa sin ellos. Otra vez vio a un joven que, con una pierna
engangrenada, lloraba su mala suerte: Gerardo chupó la
podredumbre de la llaga y le sanó.
EN BUSCA DE ALMAS
Como
Jesús, Gerardo, sanando cuerpos, miraba a las almas. En la
casa cinco o seis veces por año, se reunían sacerdotes y
laicos para ejercicios espirituales. Más de una vez alguno
aparentaba falsa piedad para llamar sobre sí la atención de
la autoridad eclesiástica, o para más fácilmente imponerse a
sus dependientes.
Gerardo, hurgando en la
conciencia, desenmascaraba la hipocresía. Estaba en acecho,
cuando del confesionario pasaban a comulgar: con pocas
palabras les decía en su cara todos los pecados y los
enviaba otra vez al confesionario.
Desde el interior de la
casa, Gerardo extendió su apostolado a los caseríos aledaños
en una cadena ininterrumpida de milagros y escrutaciones de
ánimo. Un día, en el cruce de Santa Águeda de Pullas, el
Señor le dijo: "Quédate. Alguien te va a necesitar". Se
quedó y vio llegar a un hombre que frisaba en los cuarenta.
Gerardo le dijo: "¿Hermanito, adónde vas? El otro le
contestó: "A mis negocios, cura de miér.. Y Gerardo: "Sé
quien eres: un pobre hombre a quien el diablo quiere tragar
por tu desesperación. "Ánimo. ¡No es nada!" Vete a Deliceto.
Preséntate al P. Fiocchi, dile que yo te envío, y todo
cambiará". Unas horas después el desesperado tocaba a la
casa de los Redentoristas. Se hizo asceta y modelo en
laboriosidad y oración. Fue a terminar su vida en Nápoles,
al servicio de los enfermos, en el hospital de los
Incurables. Su caridad fue juzgada heroica, se llamaba
Francisco Tata.
MISIONERO DE CUERPO
ENTERO
Terminado
el período de prueba, Gerardo emitió los votos religiosos el
26 de julio de 1752.
En esa ocasión escribió una
carta a San Alfonso María de Ligorio, fundador y superior
general de la Congregación del Santísimo Redentor: "Padre
mío, heme aquí, postrado a los pies de vuestra Paternidad, y
sumamente os agradezco la bondad y caridad para conmigo, en
haberme ya aceptado y recibido como uno de vuestros hijos.
Bendita sea por toda la eternidad la bondad divina que tuvo
conmigo tantas misericordias por mí no merecidas..."
Con la profesión religiosa
Gerardo tuvo la posibilidad de dedicarse completamente al
servicio de las almas. Ante la extrema pobreza de la casa de
Deliceto, fue encargado de pedir limosna. Fue justo la
ocasión para derramar sobre quienes encontraba la inagotable
fuente de su caridad.
Comenzó a pedir en su ciudad
natal y llenó de beneficios a la familia que lo hospedaba y
a todos los bienhechores. Continuó luego en el lado oriental
del Volture, pasando por Melfi, Rionero, Atella, Ruvo del
Monte y en otoño, Lacedonia.
En las aldeas o ciudades,
precedido por la fama de su santidad, Gerardo era recibido
triunfalmente por el pueblo. Todos querían verlo, tocarlo,
hablarle, escucharle, porque sabía sanar a los enfermos,
leer en los corazones, disipar dudas, hacer desaparecer la
indiferencia y el pecado, y comunicar el fervor religioso.
CON PROBLEMA POR UNA
MADRE SOLTERA
Gerardo había comprendido
que para ser un verdadero apóstol tenía que ser también un
mártir, o sea dar testimonio por Cristo con sangre, con el
sufrimiento físico o moral. Por esto aceptó dolores y
humillaciones con toda alegría, como si fuesen preciosos
regalos de Dios.
Un día, volviendo de Foggia,
mientras por un atajo cruzaba un campo ajeno, fue echado al
suelo por un violento garrotazo en las espaldas. Al
recobrarse, se encontró encima un calavera enfurecido que lo
atormentaba ora con la culata, ora a punta de cañón de su
escopeta, gritándole entre risas de desprecio: "Caíste en la
trampa. Hace tiempo quería pegarle a un cura. Justamente tú
caíste en mis manos". Gerardo recobró sus fuerzas, se
arrodilló, y, entrelazadas sus manos, repetía: "Dale,
hermano, pégame, que tienes razón". Y repetía las mismas
palabras mientras el otro descargaba sus golpes, hasta que,
tocado por tanta paciencia, también se puso de rodillas, los
ojos al suelo, murmurando: "Perdóname".
Gerardo se hizo ayudar a
montar a caballo y acompañar hasta su casa. Por el camino, a
pesar del dolor por una costilla rota, preparó al joven para
una buena confesión y al llegar, lo presentó al superior,
diciendo: "Me caí del caballo y él me ayudó hasta acá. Lo
dejo a su generosidad".
Pero la prueba más dolorosa
le tocó en la primavera de 1754, al caer víctima de una
horrible calumnia. Nerea, una chica de Lioni, en cuyo hogar
Gerardo solía hospedarse, esperaba a un hijo, e indicó a
Gerardo como al padre del niño. Gerardo fue llamado a Pagani
y puesto en una serie de dolorosos castigos, hasta que
Nerea, vencida por los remordimientos, se retractó de la
falsedad. Gerardo pasó cincuenta días de martirio,
sobrellevados con calma y serenidad, sin una palabra de
disculpa. Repetía siempre: "Mi causa es la causa de Dios. Si
me quiere probar, que se haga su voluntad".
ENTRE LOS LOCOS DE
NÁPOLES
Reconocida
y publicada su inocencia, fue enviado a Nápoles que llenó
con su apostolado.
Comenzó dedicándose a los locos, que
vivían en el patio interno del edificio de los Incurables.
Tenía el carisma de penetrar en su interior y mover sus
sentimientos. En poco tiempo fue el amigo y confidente de
los locos, aún a riesgo de su integridad física. Un día, dos
de ellos, bien entusiasmados, apretándole con cariño de
locos, le decían: No queremos que nos dejes. Tienes que
quedarte siempre aquí". Y, apretándole, lo ahogaban. Hasta
que otro de la categoría intervino: ¡Oigan! Menos confianza
con nuestro confesor. Y peleándose con los socios, liberó a
Gerardo de la incómoda situación.
Del hospital pasó a las
calles: a los pobres los alivió en su situación, a las
prostitutas y sus protectores pidió radical cambio de ruta.
Pasó luego a los talleres de artesanos y también se hizo
artista: modelaba crucifijos y también ejercía su
apostolado.
Con el mismo ideal y la
misma espontaneidad entró en los palacios de nobles y bajó a
las chozas de los pobres, y como un rayo de sol llevaba luz
y calor. Y su fama crecía de día en día, y llegó a la cumbre
con un hecho extraordinario. Un día, vio en el mar, que se
abría delante de la plaza del mercado, una canoa de
pescadores, que, traqueteada por las olas, estaba para
hundirse. En la playa, esperando la tragedia, las mujeres,
desesperadas, lloraban. Gerardo se persignó y se lanzó al
agua. Alcanzó la canoa, y tirándola con la mano la llevó a
la playa.
En junio de 1754 fue enviado
a la casa de Materdómini, construida en el solitario cerro
que domina toda la comuna de Caposele; y se quedó hasta la
muerte, menos dos breves períodos. De preferencia tuvo el
oficio de portero, y se encariñó a él más que a otros
oficios porque le daba la posibilidad de ir en ayuda de los
pobres.
En enero de 1755, las
abundantes nevadas dejaron a muchos obreros sin trabajo y
sin pan, y fueron ellos a aumentar las filas de los pobres
que cada día tocaban a la puerta de la casa religiosa. Con
tanta miseria, Gerardo vació la ropería, el depósito y la
cocina del convento; se despojó de su ropa personal,
quedando, él tísico, a tiritar de frío, con tal de que los
pobres tuvieran algo. A este respecto, famosas son las
técnicas, de su caridad: a los pobres que llegaban, les
hacía encontrar brazas ardientes, luego los alimentaba, y al
final un pequeño sermón. Volvían a sus casas alimentados en
cuerpo y alma. Se conmovía con los niños, que
particularmente cuidaba con sus propias manos; con los
pobres avergonzados de su pobreza; con las chicas, tentadas
a vender su honor por un pedazo de pan; con los enfermos
abandonados en sucios ranchos, y redoblaba su presencia para
llegar a todos.
"YA ME VOY"
En
la tarde del 21 de agosto de 1755, mientras se encontraba en
San Gregorio Magno, enviado a pedir limosna, tuvo una
abundante pérdida de sangre. Intuyó que llegaba, también
para él, la tarde de su vida. Quedó sereno y tranquilo,
dispuesto a hacer siempre la voluntad de Dios, como muestra
esta carta que escribió al superior de la casa de
Materdómini: "Estando de rodillas en la iglesia de San
Gregorio tuve un esputo de sangre... Si quiere que me vaya,
enseguida voy; si quiere que siga pidiendo, sin dificultad
lo haré, pues, en cuanto a mi pecho, actualmente estoy mejor
de lo que estaba en casa. Tos no tengo más. Lo siento,
porque vuestra reverencia se preocupará. Alégrese, padre
mío, que no es nada. Encomiéndeme al Señor, para que pueda
hacer yo su divina voluntad".
El 31 de agosto, trastornado
por la fiebre, llegó a Materdómini. En la puerta de su
habitación escribió: "Aquí se hace la voluntad de Dios, como
quiere Dios, y por todo el tiempo que Dios quiera". Su lecho
de dolor se cambió en el altar de su sacrificio. El doctor
le preguntó si quería vivir o morir; él le contestó: ¡ni
vivir, ni morir, sólo quiero lo que mi Dios quiere!.
Mientras le administraban el viático, se le escuchó orar:
"Señor, sabéis que cuanto hice y dije, todo fue para honor
vuestro y gloria vuestra. Ahora, contento me muero porque
creo haber buscado sólo vuestra gloria y vuestra voluntad".
El 15 de octubre,
preanunció: "Esta noche voy a morir. Al caer la tarde,
precisó más su partida, diciendo: "Siete horas más".
Terminadas las siete horas, Gerardo se fue. Era la una y
media del 16 de octubre de 1755. Los funerales tomaron
proporciones de apoteosis: todos pasaron lentamente en torno
a su ataúd, llorando al bienhechor y al amigo. Los más
pobres suspiraban: "Hemos perdido a nuestro padre".
De su vida y de su muerte
llega también a los hombres de hoy un mensaje de libertad y
alegría. De libertad interior, por su apasionado amor a Dios
y a los hermanos; de alegría, porque por intermedio nuestro
pasa Dios a recrear el mundo.